¿Quién es el guardián de nuestra propia salud?
La mayoría de las personas creen que tenemos el deber de promover y proteger la salud de la población y de tratar a los enfermos en caso de necesidad médica. Y muchos creen también que tenemos una responsabilidad con nuestra propia salud. Ambas creencias pueden llevarnos a un conflicto de valores con implicaciones sociales y políticas. Si la gente enferma a causa de un estilo de vida voluntario poco saludable, ¿debemos ofrecerles una prioridad menor en el acceso a los recursos sanitarios? El ejemplo más popular para referirse a esta situación es el de las enfermedades que se asocian con el hábito de fumar, pero es extensible a cualquier patología que tenga su origen en alguna elección voluntaria del enfermo, como el abandono de la medicación, la práctica de deporte o de sexo inseguro, o la ausencia de medidas de prevención contra la gripe. En esos casos, ¿sigue prevaleciendo la responsabilidad social? Mi respuesta es que sí, ya que la salud de las personas es un bien en sí mismo.
La salud tiene una importancia moral especial porque su limitación impide disfrutar de una efectiva igualdad de oportunidades y de la posibilidad de que las personas interactúen entre sí como iguales. Pero eso no debe hacernos pensar que tiene un valor meramente instrumental. La salud tiene un valor en y por sí misma. Este es un juicio normativo, pero con base empírica. Quien pierde la salud, no piensa únicamente en la pérdida de un recurso valioso para lograr objetivos importantes en la vida. También experimenta un mal en sí mismo: el deterioro de su cuerpo, el dolor de la enfermedad, la pérdida de una parte de su identidad. La salud es un bien en sí mismo como lo es la libertad. No es necesario que necesitemos a la libertad y la salud para conseguir otros fines para saber que nuestra vida es peor sin ellas.
Pues bien, si la salud es un bien en sí mismo, no debería importarnos quién es el responsable de la enfermedad para determinar lo que debemos a los enfermos. No sólo eso. Si la salud es un bien en sí mismo y sabemos que una redistribución más justa de la riqueza mejora la salud de los más pobres sin empeorar la de los más ricos, caeteris paribus deberíamos llevar a cabo la redistribución. Este es un argumento clásico a favor de la fiscalidad progresiva.
Tenemos la obligación moral de proteger la salud propia y la de los demás. Si existe un modo de lograr una mejor protección de la salud incentivando la responsabilidad individual, es bueno tenerlo en cuenta, pero nunca al precio de desatender a los enfermos o de desproteger a las personas de la enfermedad. Eso no significa que debamos anteponer el bien de la salud a la libertad individual de hacer con la propia salud lo que autónomamente se crea conveniente. La sociedad debe a las personas la protección de la salud, incluso contra las conductas imprudentes, no su imposición. Tampoco significa que los individuos carezcan de responsabilidad moral por su salud, pero hay que distinguir ésta de lo que nos debemos en justicia unos a otros. Por ejemplo, podemos reprochar moralmente a alguien la imprudencia de escalar una montaña con pocos recursos o de injerir voluntariamente excesivas grasas saturadas sin que ello quebrante nuestra obligación aún más básica de socorrerle en caso de accidente o enfermedad a causa de esas acciones.
Referencias
Puyol, Angel. ¿Quién es el guardián de nuestra propia salud? Responsabilidad individual y social por la salud. Revista Española de Salud Pública. 2014, vol. 88, num. 5, p.1-12. doi: 10.4321/S1135-57272014000500003.